Los portazos son nuestro único medio de comunicación y mis manías, interminables bulevares en reparación. Ya no es notorio si está pagado el televisor o si la lámpara del cuarto ya encendió.
¡Qué equivocada soy! Digo soy porque, como en programación, estoy propensa a ser un error, al faltarme algo, al agregar algo... al cambiar algo. Todo cambio está sujeto a condiciones, a arriesgarse que lo que funcionaba hace un minuto, por un punto, por una letra, por un igual: no funcione.
La prohibición se hace posible y se arriesga la reputación por un simple momento que ojalá y valga la pena. La vida se vuelve un retortijón por no ser descubierto (aunque no sea nada malo realmente, pero el que sea prohibido lo vuelve malo en apariencia) similar al momento en que te percatás que olvidaste la calculadora y es día de parcial de matemática o física... ¡así de lindo! Es decir, viene a vos un sentimiento que te dice que no te queda de otra que pensar y como pocas veces, necesitás tener seguridad en vos, en lo que creés, en lo que sabés y sobretodo: en lo que hacés... el mismo malestar estomacal.
No lo entiendo todo, por eso todo no me entiende; porque no hay nada que entender.
Son las 8:29 y nadie viene, alguien apagó el ventilador, una moto estruenda en la calle, la luz jamás se encendió y la puerta no para de hablar.
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