Me dirigía del celeste intenso al tenue de un cielo despejado, por aquella calle de siempre en el día 1638 de aquel año que se había hecho cinco, no tenía cabeza para otra cosa más que para el miedo —si es que entonces se tiene cabeza. Estaba concentrada, algo me decía que el cielo vaticinaba mi vida como una esfera de cristal. Llegué y, aunque aquella confianzuda mujer dijo recordarme, estaba segura de no tener ni un tan solo recuerdo vagabundo de ella. No era exactamente un hospital, pero tenía el mismo olor a malas noticias ese aroma a demasiado limpio combinado con humedad y fetidez provenientes de cadáveres que se mueven "conscientemente" podridos de conciencia: los pacientes. Pero no es sólo el olor, sino también los sonidos: a puertas, a teléfonos sonar, a desesperación y pensamientos (es decir, gente caminando sola con la vista en algo imaginario), las voces de valientes — porque en esos lugares es preferible callar ya que elevan en gran escala los decibeles de
«...no se puede obligar a nadie a ser feliz.» Jorge Luis Borges